Tuesday, May 23, 2006

EL OLOR DE AQUEL MUNDO

Por Alejandra Laurencich

-Pedazo de cocina tenés- dijo el flaquito y empezó a hamacarse con la silla.
Ella se encogió de hombros. –Éramos muchos- dijo.
La silla quedó en equilibrio sobre las patas de atrás y el flaquito se estiró para mirar la foto pegada a la heladera.
Ahora va a preguntar quiénes son los de la foto, pensó ella y se puso a calcular cuántos años hacía desde aquél verano en Gesell. Yoly con ese flequillo tan gracioso y el gorro de Piluso de Tati, los hermanitos Macana. Ella con chupete, casi cuarenta años. Pero el flaquito no preguntó nada, se dejó caer hacia adelante junto a la silla y dijo:
-¿Jugás al pool, vos ?
Ella se quedó mirándolo y el otro tipo, el mayor (Bocha había dicho que se llamaba) le acercó el plato. –Probá esto- le dijo.
-¿Jugás?- insistió el flaquito.
-No- contestó ella. Se inclinó sobre el plato y aspiró con ganas.
-Entonces no entendés nada de la vida- dijo el flaquito.
Ella sintió que un grumo de cocaína le llegaba alto, adentro. Cerró el ojo para evitar el dolor. Se acordó de los helados de banana. Cuando era chica tenía esa misma sensación con el helado de banana. Mordía un pedazo grande y venía la puntada.
-¿Viste la bola que sale limpita entre las demás?-insistió el flaquito-. Uno es como esa bola, mientras vas disparado por un taco te la creés.
–Esta no es la del otro día -dijo ella y apartó el plato- Está cortada- Se apretó el ojo bajo la ceja para que parara el dolor.
-¿Qué cosa cortada?- preguntó el Bocha.
-Te la creés pero es trampa, hermano, te están mandando al pozo- aseguró el flaquito y ella le pasó el plato al Bocha pero se quedó con el billete enrollado en la mano.
-La mierda ésta- le dijo.
El Bocha sonrió de costado. -La que está cortada sos vos, flaca.
-Bajá el tonito- dijo ella y se apretó la nariz con fuerza; se lo había enseñado Ciro en la Véneto mientras le sostenía el helado de banana. El Bocha la miraba como si esperase que dejara de apretarse la nariz para seguir hablando. El flaquito seguía.
-Vas con el pecho adelante, no?, derecho, creyéndote que sos un balazo y lo que no sabés es que te estás yendo al aujero.
-De esta basura no te compro ni medio papel- dijo ella y se puso a limpiar el borde del billete. Todavía no conocía a un dealer que para Navidad no cortara la merca. Vendían el doble o el triple y cuando no alcanzaba le metían cualquier cosa. Encendió un cigarrillo. –Arde como la puta que lo parió- dijo.
-Qué va a arder. Estás sensible, cuando tomás mucho te puede pasar- dijo el Bocha y sacó un billete mugriento, lo enrolló y se lo metió en la nariz para aspirar la raya que ella no había tomado. -Aparte este plato rajado te arruina todo- agregó después de dos aspiraciones ruidosas. Tenía aspecto de cana con ese pelo cortito y pinchudo. Ella trató de recordar quién se lo había presentado.
-La otra es que te golpeen veinte veces antes de caer. Palo y palo, viste. Seguís en el paño pero te la dan. Y al final nadie se salva. Caer, caemos todos.
El dolor en el ojo estaba cediendo. Ya está, dame mi helado, le decía a Ciro. Y él le decía: ¿No querés que te haga un superbanana?. Ella aplaudía .
-¿Tomaste alguna vez helado de banana con huevo?- dijo.
El Bocha la miró con aire de ofendido:
-¿Qué?
A ella le dio asco la piel aceitosa del Bocha.
-A mi hermano le gustaba batir el helado y meterle una yema.
-Mirá vos- dijo el Bocha y sacó una bolsita.
-Ciro-dijo ella.
-¿Qué?- volvió a preguntar el Bocha y ella estuvo por decirle que no gritara, que no era sorda, pero le dijo:
-Mi hermano mayor se llamaba Ciro.
-Ah- dijo el Bocha. Abrió la bolsita de celofán y se puso a mirar el contenido con gesto preocupado.
Desde afuera llegó el estruendo de unos cohetes. El Bocha se dio vuelta y miró por la puerta abierta que daba al jardín.- Me cago...van a ser las doce y todavía estoy acá-. Ella iba a decirle yo no tengo la culpa de que hayas traído una merca de mierda pero se quedó mirando las luces naranjas y verdes de los fuegos artificiales que se desgranaban en el cielo. Decidió que no iba a comprarle nada a ese tipo. Por pelotudo.
–¿Viste eso?-dijo.
-Ponéle una piedra, Bocha- dijo el flaquito y a ella le pareció que iba a reírse, pero la boca le quedó estirada en una mueca como de miedo. -Qué ganas de volver a jugar al pool, loco.
-Parála con el pool- dijo el Bocha.- Qué te agarró.
-El pool es como la vida, loco, pensálo un poco. Cuando están las bolas ahí todas brillosas, juntitas, todos los colores como un equipo de fútbol sobre el pasto, para la foto viste, las camisetas limpias, antes del partido.
A ella le vinieron a la memoria las fotos de la Véneto. Todos esos jugadores sonrientes. Azul y oro. Cuando ganó Boca y el bañado de chocolate fue gratis. Salió de la Véneto de la mano de Ciro y miró el cielo rosa y naranja al fondo de la calle. Arrebolado, le había enseñado Ciro.
-Todos los sábados a la tarde íbamos con mis hermanos a tomar helado. Nos llevaba Ciro- . Se apretó la nuca con la mano, había empezado a dolerle la cabeza. –Me llevaba diez años Ciro.
-Te sacan la casita de encima, el triángulo viste, cómo se llama, te sacan de ahí y te empiezan a dar palo.
Ella dio una pitada más y apagó el cigarrillo. Tenía la boca pastosa. -No se puede creer este tiempo de mierda-dijo.
-La humedad – la corrigió el Bocha.- Te engruma hasta la mejor merca- Con la punta de una tarjeta de teléfono removía la bolsita hasta que sacó una piedra.
-Palo y palo y van cayendo una por una a los aujero- siguió el flaquito. – Las amarillas, las rojas, las rayadas. Hasta la negra que no tiene que caer se cae al final.
-¿Podés hablar de algo más alegre, vos?-. El Bocha se había quedado con la tarjeta haciendo equilibrio para que no se cayera la piedra.
El flaquito esperó a que continuara la tarea y dijo: –Están todos nerviosos, loco. Singuin bel, singuin bel, ¿no es navidad? Época de amor y paz, como los hippies.
-Los hippies están todos muertos, boludo. No queda ni uno.
A ella le molestó el tono del Bocha. La jactancia. Como si estuviera hablando de piojos. Agarró el pedacito de hielo que flotaba en una cubetera. –Me parece que me bajó la presión- dijo. Se pasó el hielo por la nuca. -En esta época siempre me baja. Será por el calor, o el ambiente de las fiestas.
-La Navidad es copada, qué decís- dijo el Bocha- Todo el mundo de joda, vienen las vacaciones.
-Qué negocio, ¿no?- dijo ella. Pero el comentario no sonó irónico como había querido sino triste y se dijo que mejor sería echar a esos dos a patadas, tomarse un Valium y tratar de dormir.
-Ahora te metés otra raya de ésta y se te pasa todo. Oro en polvo es. Sale cinco mangos más pero los vale.
Baja presión desde los nueve años. Nadie se había dado cuenta hasta que Ciro la metió bajo el chorro de la canilla del lavadero y el agua fría en la nuca le sacó el dolor de cabeza. Miró al flaquito. Parecía más pálido que cuando había llegado.
-Era un genio Ciro. Flaco así como vos era.
El flaquito asintió como si lo conociera -¿Jugaba al pool?
Ella le mintió. –Sí, claro- dijo. Pero cuando eran chicos todavía no estaba de moda el pool, o no existía. No sabía por qué le había mentido a ese pobre imbécil. –Sa- bía jugar a todo, a la lotería, a la ruleta, a los dados. El nos enseñó a jugar al truco en Gessell. Pasábamos el verano allá.
El Bocha había terminado de picar la piedra - Nunca me gustó el juego- dijo y empezó a armar tres líneas.
-Teníamos casa en Gessell-. Ella no pudo evitar el recuerdo de la última vez que se habían reunido. Ciro tenía los dientes oscuros, el pelo canoso y hacía bromas pesadas. Yoly yonkee a Yolanda hasta que la hizo llorar, y a Tati, recién llegado de Ibiza, lo persiguió todo el tiempo, vení Tati, Tati boy. Después se había quedado mirándolos a todos como si no entendiera.
-Dale Bocha que se nos va el tiempo- dijo el Flaquito.
El Bocha se apuró a estirar las líneas. – Dejáme de hinchar las pelotas, pendejo, o querés que te surta.
Ella apartó la mirada del flaquito. A través de la puerta del living, miró el árbol de Navidad que había tratado de armar esa mañana. Enorme y descuajeringado. Las ramas ajadas se iluminaban cada tanto con las luces de la única tira que quedaba.
-Pasábamos Navidad en Buenos Aires y el 25 a la noche nos íbamos para Gessell.
El Bocha le pasó el plato al flaquito. –Sacáte las ganas. Mirá lo que es eso. Cortada dice la quía.
Ella trató de olvidar esa última vez. Pensó en las Navidades de antes, en el olor a gubanza y a pollo y lechón que subía por las escaleras de la casa, el olor a limpio de las servilletas bordadas, las copas relucientes.
El flaquito había terminado de aspirar. -Mierda- gritó y se levantó de la silla, se agarraba la cabeza.- Vamos a buscar un pool, loco.
El Bocha agarró el plato y lo puso frente a ella. Le guiñó el ojo.
Ella limpió con la punta del dedo el polvo que había sobre el dibujo de nomeolvides. Tan lindos eran esos platos sobre el mantel de nochebuena. Recordó el pesebre iluminado por dentro, el perfume de los trajes del tío Edward y de Licio. Aspiró. Se acordó de Ciro con el símbolo de la paz y la remera desteñida, haciendo explotar los cohetes en las latas de pintura, bajo el perfume de los tilos. El olor a pólvora, la risa, las bengalas. Volvió a aspirar. La nariz le ardió por dentro. Se apretó los párpados para no llorar.
–El mundo tenía otro olor antes- dijo.
-¿Qué?- dijo el Bocha.
Ella no lo miró. -Dejáme tres- dijo. Y supo que nunca más volvería a reír bajo un cielo arrebolado.

Thursday, May 11, 2006

ANITA EKBERG

Un cuento inédito de Patricia Suárez
Nos volvimos a ver después de nueve años.
Hacía nueve años que yo pensaba que él no me quería y de pronto se apareció. No es que hubiera estado esperándolo, sino que apareció.
En el interín, yo me casé y separé dos veces. Al parecer estoy condenada a que mis matrimonios duren cada vez menos. Tuve un hijo, y me mudé dos veces de ciudad. Viví en el Ecuador unos meses, pero no pude soportar el clima. Tuve un amante que dilapidó nuestros ahorros en el casino, afirmando que tenía una martingala. Mi hijo se trajo una guacamaya del trópico que nos pasó una especie de bacilo de Koch, del que esos pájaros son transmisores. No morimos esa vez, ni la que comimos de una lata de sardinas de Tailandia. Eran pescadores tailandeses que echaban sus redes aquí en Mar del Plata y luego iban y envasaban las sardinas en su país. Los pescaditos no aguantaban tanto; nosotros creímos que no sobreviviríamos esa intoxicación. Pero sobrevivimos. Hace seis meses el que fue mi segundo marido atentó contra Ariel Sharon en Jerusalén y ahora está preso. No sé qué hacía él en Israel ni desde cuándo era un activista político, un terrorista o como se le llame. Mi hijo y yo tuvimos que asistir a una serie de interrogatorios de parte del gobierno de Israel y mi única esperanza era que no nos torturaran. No nos torturaron.
Entonces, mientras yo evitaba hacerle el relato de mis últimos años y balbuceaba no sé qué cosa, él tomó mi mano y la besó, en el dorso. Estábamos comiendo arroz cantonés en un restaurante de comida chifa y la mitad de mi plato se volcó sobre mi falda. Fue un gesto torpe que hice al retirar la mano y quedó todo asqueroso. La chica china o peruana que nos atendía vino con un trapo rejilla húmedo y lo pasó por el mantel de plástico. Él sonreía, impecable. No le faltaba ningún diente, ninguna pieza dental hasta donde yo podía ver. A medida que envejecen los hombres se vuelven más atractivos. Es otra cuchillada por la espalda que nos infringe la madre naturaleza. Una lucha y lucha contra la ley de gravedad y el paso del tiempo, mientras ellos se vienen espléndidos. Aquí estaba él: tenía casi cincuenta años, pero con su pantaloncito de gabardina clara y sus zapatillas de tenis parecía un chico del bachillerato. Tenía un aire a Alan Alda, en la época en que Alan Alda era buen mozo. Había ojeras debajo de sus ojos, le daban un aire interesante, de intelectual cansado que ha quemado sus pestañas leyendo a la luz de un velador noches enteras. Él no era muy lector en el tiempo que estuvimos juntos; a lo sumo uno o dos libros por mes. Yo lo criticaba por eso, le decía que era bruto. Visto lo que fueron los hombres que vinieron después de él, él ahora me parece casi un bibliófilo. Hacíamos el amor todos los días; eso jamás voy a olvidarlo y no hubo hombre que repitiera esta hazaña. En realidad, para él no era una hazaña sino una necesidad. Cuando yo no tenía ganas me amenazaba, medio en broma, medio en serio: Si mañana no lo hacemos, me doy una vuelta por el burdel. Me gustaba ese hombre; hasta me atrevería a decir que fui feliz con él, muy feliz. Lo dejé por otro hombre que me cautivó más hasta que le descubrí el truco, y al fin también lo dejé por otro, un tercero, que me abandonó a mi suerte en medio del trópico, sin un centavo y fugándose con una bailarina a la que, hasta el día anterior, denominaba ‘la idiota ésa’.

-Me instalé –dijo él- acá cerca, en Bernal. Estoy bien. Estoy mejor...
Hablaba como si en el lapso transcurrido hubiera estado internado en un hospital psiquiátrico. Tal vez lo haya estado.
En ese momento se movió la canasta que él tenía entre los pies. Era evidente que había un ser vivo dentro de la canasta, pero hasta entonces no lo había notado.
-No es nada –comentó-. Es ANita Ekberg.
-¿La actriz?
Asintió.
Lo miré a los ojos e intenté sonreír. Yo tenía un puente y dos implantes dentales. Había subido veinte kilos durante el embarazo y en el período ecuatoriano había perdido cuarenta gracias a las diarreas consecutivas; esta inestabilidad me dejó estrías por todo el cuerpo y yo sentía que desnuda debía parecer una mapa de rutas. Como el deseo sexual ya no me asaltaba como en la adolescencia, tenía la ilusión de no volver a acostarme con ningún hombre, a menos que fuera ciego y leyera libros e Braille o que estuviera muy enamorado de mí. Las dos cosas hubieran sido muy raras. Solía sentir que a mi autoestima le había pasado un tren por encima. De todas maneras, no hubiera vuelto a acostarme con él por nada del mundo. Esto lo aseguraba porque no había tomado una gota de alcohol; si volvía a tomar una copa después de cinco años de vida abstemia, tal vez me hubiera acostado con él. Era un hombre muy dulce y hacía la vista gorda a todos mis errores.
-Puse un criadero de pollos. Dorkington.
-...
-Gallinas Dorkington.
-...
-Esta que llevo acá es ANita Ekberg. La llevé a pisar a Haedo. Pero por un gallo de riña. Para mejorar la raza.
-...
-Ahora estoy en contacto con la Naturaleza.
Esta última frase la pronunció como si en lugar de criar pollos se comunicara con los extraterrestres. Jugando en el ‘Simon Says’ rojo-amarillo-azul, repito rojo-amarillo-azul... así hasta que estaciona la nave y lo chupan hacia otra galaxia. Rojo-amarillo-azul...
Recuerdo que una vez quise tener un perro. Él no quería. Me dio una serie de razones por las que no podía comprar no sólo el geryhound que había visto en la veterinaria, sino ni siquiera un chihuahua. Vivíamos en un departamento de un solo ambiente, no teníamos patio, ni balcón. Me comprometí a cuidar del perro, a sacarlo a pasear dos veces al día. Entonces él me lo prohibió. Así, lisa y llanamente me dijo: Te prohíbo que traigas a esta casa un perro. Si el perro entra, me voy yo. Yo, por supuesto, no compré el perro.
Pero resulta que ahora él estaba en contacto con la naturaleza.
-¿Las exponés en una feria o qué? ¿Existe un Kennel Club de las gallinas, algo así?
-No –dijo.
-¿Qué hacen en especial las Dorkington? ¿son ponedoras? ¿o la rotisería es el único destino? O, no sé, las plumas compiten con las del ganso para fabricar edredones...?
-Son buenas compañeras –afirmó él.
-Ah, ah –suspiré.
Muy bien, resulta que él tenía un reñidero.
Esa inclinación que tienen los hombres por el juego es ajena a mi entendimiento.
-Ilegal. Digo, hacés que las gallinas tengan una ocupación ilegal. Lo de las apuestas.
-No, no.
¿Qué negocio tendría este hombre?
Cuando se alejó de mi vida, trabajaba editando notas en un noticiero; su única pasión eran las películas de James Bond. ¿Cómo pasó del telenoticiero a los pollos? Misterio. Como a todos, a él le gustaba más el Bond protagonizado Connery. A Pierce Brosnan lo tenía atragantado; Pierce Brosnan era un Bond para mujeres. Sean Connery también tenía la suerte de muchos ellos; más viejo venía, mejor estaba. Podría ser mi abuelo –por suerte mis abuelos están muertos; ya no podré tener hacia ellos ningún pensamiento incestuoso.
El postre que nos sirvieron se llamaba chuño. Era una especie de natilla, pero peruana. Batida por chinos. Los chinos fueron esclavos en el Perú hace como un siglo. Luego se acostumbraron unos a otros y ambos a la esclavitud. Todos comen arroz chaufán ahora.
Se inclinó hacia la canasta, donde ANita Ekberg estaba visiblemente incómoda y piaba y sacó de allí una petaquita de licor. La echó en un café.
Esperé que me ofreciera, pero no me ofreció licor. Alguien le habría dicho que era una recuperada de alcohólicos anónimos?
No sé cómo mi boca se atrevió a articular:
-Siempre me pregunté cómo saliste adelante tan pronto.
-Suerte –dijo él.- Tuve suerte. Y no fue tan pronto. Pensaba que vos ibas a conseguir a alguien primero.
-Yo también lo pensaba.
-Cuando te vi con Kurt me dije: consiguió a alguien alto y apuesto. Siempre te gustaron los hombres altos.
-¿Quién es Kurt?
Es obvio que estaba confundido.
-Yo nunca salí con nadie que se llamara Kurt.
-Ah, ¿no?
-No.
-Creí que... Kurt, él...
-¿Qué Kurt?
-Un amigo mío. Me dijo que él te conocía y enseguida pensé que... Me habré equivocado.
-Ah...
-Claro.
-Sí. No conozco ningún Kurt.
-Claro.
Nos reímos.
De repente dijo:
-Lo que dá por sentado, entonces, que no saliste adelante.
-No. Me casé dos veces. Tengo un hijo de seis años, que se llama Paul. Pero no salí adelante, no.
Le sonreí. Ya no me importaba que mi sonrisa no fuera perfecta.
-Yo tampoco –agregó. –Ahora están las gallinas en mi vida... Suena como si no fueran algo importante pero son algo importante. Un proyecto es... Además son buenas compañeras.
Esa frase ya la había dicho.
Empecé a creer que practicaba la zoofilia.
-¿Qué hacen tus gallinas de particular?
-Las amaestro.
-...
-Están amaestradas. Dentro de poco vendrá un equipo de la BBC y harán un documental con ellas. Estas pueden distinguir imágenes. Seres humanos adultos de objetos inanimados...
-Yo creía que todas las gallinas eran capaces de eso.
-También distnguen letras.
-...
-Letras del alfabeto.
-Del alfabeto occidental?
-Sí.
-Leen? Tus gallinas leen?
-Sí.
-Leen el diario, leen libros?
-Sí.
-¿Cómo sabés que leen? ¿Lo hacen en voz alta?
-Sí.
-Interesantísimo.
-No me creés.
-Convengamos que es un poco extraño hablar con gallinas. Un loro, un cuervo, un mirlo, pero una gallina...
-Decodifico los piídos.
-¡Ah! Eso ya es otra cosa.
-Tienen veinte sonidos para piar y cacarear.
Empecé a buscar con la vista a la empleada. Quería pagar e irme. ¿Cómo habíamos llegado hasta ese punto? Recuerdo que una de las cosas que lo atraían de mí, cuando nos conocimos, era que yo fuera ingeniosa. Después se quejó un día de no lograr saber cuándo le hablaba en serio y cuando en broma. Finalmente, decidió que yo siempre estaba tomándole el pelo. Pero aun en ese entonces no tenía esta clase de ideas absurdas...
-¿Qué lee Natassia Kinsi?
-Decís, ¿ahora?
-Ahora está en la canasta. ¿O acaso le pusiste material de lectura adentro? Me refiero a por estos tiempos. ¿Qué lee? ¿Aventuras? ¿Romance? ¿Intrigas?
-Lee Memorias del subsuelo.
Era demasiado para mí.
Me levanté para irme. Él lo hizo a la par, azorado.
Me tomó de los hombros, como para zamarrearme, pero no me zamarreó. Sino que me besó en los labios. Un beso largo y dulce, como antes, como al principio.
-Vas a saber de mí por las noticias –dijo.
-No lo dudo.
Tuve ganas de volver sobre mis pasos, entrar al restaurante, sentarme a su lado otra vez, pedir arroz cantonés de nuevo y conversar. Hacer como si nada hubiera ocurrido, ninguna locura, y hacer ocurrir otras. Me hubiera gustado levantarme en medio del almuerzo, justo antes de que el arroz se volcara y besarlo, con la misma impunidad con que él me había besado a mí.
Pero yo soy de las que no vuelven sobre sus pasos: es un defecto tal vez, es un pobre mecanismo de defensa. Las palabras de Dostoievski sonaban mi mente. Teníamos un chiste en la época de nuestro matrimonio. Cuando veíamos a alguien hermoso, superficial, solíamos decir que sólo nos acostaríamos con ese ser, no pretendíamos leer junto a él a Dostoievski. En el libro que las gallinas leían, el ruso escribió: “Y por qué nos preocupamos, por qué nos afanamos? ¿Por qué somos perversos y, a la vez, pedimos algo distinto? Ni nosotros lo sabemos. Sería peor que recibiésemos contestación
a nuestras irritantes plegarias.”
Cerré los ojos e hice un pobre ejercicio de imaginación.Estaba yo en una chacra en Bernal, echando maíz a las gallinas. Se reunían en torno a mí. Yo repartía la comida y limpiaba el gallinero. Él distribuía material de lectura: Balzac, Stendhal, Tolstoi. Las gallinas leían en voz alta; ninguna precisaba de anteojos. Él se tiraba en la reposera y escuchaba. Era Anita Ekberg con Dostoievski. Dejennos solos, sin libros, y al punto estaremos perdidos y llenos de turbación. No sabremos a qué considerarnos unidos, a qué adherirnos, qué amar o qué odiar, qué es digno de respecto y qué merece nuestro desprecio. Yo quería decirle unas palabras, probablemente sobre el alpiste o la clase de forraje que comen esos bichos, y él me decía por señas que me callara, que no interrumpiera la lectura. La gallina, indómita, cacareaba.